Confesiones de un católico en rehabilitación (primera parte)Publicado originalmente en CM, abril de 2007

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Confesiones de un católico en rehabilitación (primera parte)Publicado originalmente en CM, abril de 2007
Alguna vez pasó por mi mente convertirme en sacerdote católico. Esa era la influencia que imprimía en mí el grupo ‘carismático’ al que me anexó la Sra. Waye entre 1987 y 1988, si mal no recuerdo. Tuve que entrarle a un año de adoctrinamiento en el Espíritu Santo por mi bajo desempeño escolar. Fue como el castigo por haber sido un pelotudo todo el año. Así es que todos los lunes en la noche, durante 52 semanas, tenía que ir a esta especie de catecismo reloaded, con muchos vejetes nivel A, B y C (según la cantidad de dientes caídos), algunos chamacos igual de castigados que yo (no les ponía atención, se veían más miserables que yo) y, claro, vigilando que no me fuera de pinta, la Sra. Waye. El grupo era un clásico escuadrón pentecostal (el término viene de la fiesta judía del Pentecostés: cuando el Espíritu Santo ‘bajó’ y le imprimió ciertos dones a los apóstoles, para que fueran a predicar el Evangelio), con un sistema y una rutina bien establecida: cantaban al principio (“Dios está aaaaaaquí/Qué hermoso eeeees”), alzando los brazos, aplaudiendo, inhalando y exhalando. Luego, venían los ‘testimonios’. Alguien subía a la tribuna, en el mejor de los estilos AA, y compartía con toda la asamblea de qué manera Dios y Jesús, pero sobre todo el Espíritu Santo, habían cambiado su vida. Algunos casos iban del Mujer: casos de la vida real (“mi esposo borracho me pegaba y ahora es un santo”) a lo sobrenatural (“iba entrando a mi casa y percibí un olor a rosas… justo acababa de rezar el rosario en el tráfico”). Esa parte era paticularmente divertida, tengo que decirlo. Finalmente, venía la teoría: se nos dividía en tres grupos, a saber, villamelones, intermedios y avanzados. Esto fue lo que me hizo caer: me descubrí a mí mismo con una capacidad innata y un interés desaforado por conocer más de la Sagradas Escrituras, los rinconcitos teológicos de la fe cristiana y la organización, terminología, usos y costumbres de la Iglesia. Remataba, por supuesto, con misa dominical (sin falta). Las chicas estaban guapas. Había una en el coro con un trasero descomunal… pero no me saldré del tema.
Al final del año había saltado ya por las tres etapas, me había peleado (en buena lid) con los maestros y otros compañeritos, leí cándidamente la Biblia (la de Valera, la Guadalupana y la de Amat, todas con imprimatur), me obsesioné y sufrí con la posibilidad de irme al infierno (tuve un rebote, algunos años después en la Universidad, al leer las locas aventuras de Stephen Daedalus) y mandé al diablo a la Sra. Waye con todo el tema del grupo de los lunes, cuyo nombre completo era Renovación Carismática en el Espíritu Santo. Holy shit!
Ahí no se detuvo, sin embargo, mi borrachera católica. En verdad me interesaba tanto la teología y me parecían tan patéticos los sermones y el comportamiento público de los curas, que medité la posibilidad de entrar a un seminario y hacerme padrecito. Pensaba que podía hacer una diferencia, y que ofrecería las homilías más impresionantes de-todos-los-tiempos. Bueh, tenía 15 años. Mis problemas vocacionales se agudizaron por tres acontecimientos importantes: primero, llegué a la conclusión de que si no me dedicaba a ser soldado de Cristo debería ser soldado de la República. Mi padre, ya les he dicho, es oficial retirado de la Armada de México, y por su mala influencia me hacía ojitos entrar a la Heroica Escuela Naval de Antón Lizardo, Veracruz, para salir, cinco duros años después, como guardiamarina, es decir, el germencito del oficial de la Marina de Guerra. Particularmente me llamaba la atención ser aviador naval (supongo, y esto es otra confesión, por el entusiasmo desbordado que me dio gracias a Top Gun), pero rápidamente mi padrino, el Contraalmirante Gustavo Ysunza, me regresó al planeta Tierra recordándome que nací y soy miope (y las operaciones de miopía en esa época no eran precisamente una opción). Imposible ser aviador, pero podría aspirar a ser oficial. El camino de las armas, que me apasionaba por mis lecturas de aviones y barcos militares, y el estudio de la Segunda Guerra Mundial, era la opción que desestabilizaba mi vocación sacerdotal.
El segundo acontecimiento fue que me hice compadre de un sacerdote católico. El tipo era bastante inteligente, y se salía (por su juventud, creo) del molde del viejito pedorro y regañón que te provoca a salir por patas. Con él podía hablar de los temas densos e intensos que no se permitían en el grupito de yonquis del Espíritu Santo: ya saben, infabilidad del Papa, la justicia imperfecta del limbo, la verdadera naturaleza del diablo y el infierno, las verdaderas razones detrás del celibato… se ponía bueno el debate. En algún momento, me di cuenta de que no me interesaba en realidad ser sacerdote, sino discutir sobre los temas candentes de la religión católica. Solté la loca idea de ser cura. Y la Sra. Waye no permitió que el Teniente Xoconostle me reclutara para servir a la Patria (“sobre mi cadáver”, creo que dijo). Luego me metí a la onda atea y, por suerte, al vasto mundo de la religión comparada. Mis horizontes se ampliaron. En la siguiente entrega les diré qué me hizo pasar de candidato a sacerdote a abandonar para siempre la fe católica.
Oh, lo olvidaba. El tercer acontecimiento por el que boté la idea del sacerdocio fue el más simple: me di cuenta de cuánto me gustaban y amaba la idea de estar con mujeres, fuera vestido en público o desvestido en privado. Por esas fechas, claro, perdí la virginidad. “La mujer”, ha dicho el maese Quintana, “el único tema en el que Dios y el diablo se han puesto de acuerdo”.

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